02 noviembre 2005

Un paseo por ningún lugar...

Un paseo por ningún lugar

Estaba sola. Era una de las primeras noches frías de otoño. Yacía sentada en la vereda, en una calle completamente desolada. Tiritaba de frío, mientras miraba los acongojados papeles olvidados en el espacio en calidad de desperdicio, bailando grácilmente, queriendo creer que para mí. Bailaban al compás del silencio, en perfecta armonía entre el aire y la nada misma. Mis ojos se perdían en el infinito de esa danza perdida en el tiempo, mientras los árboles bañaban mi cabeza con hojas despojadas de lo que un día llamaron su hogar, pero que las sostenía ávido de que un día el frío lacónico del otoño alivianara el peso de sus brazos cansados.

A lo lejos escuché pasos, que rebotaban en la inmensidad de la noche, como el reventar de un goteo constante en una sala de hospital. Satisfechos con el grito crepitante de las hojas secas agonizando bajo sus zapatos negros llenos de polvo, irrumpieron sin culpa en medio de la danza improvisada en la desolación, destruyéndola completamente y posando una silueta negra frente a mí.

Miré esos zapatos, con el brillo ahogado cubierto por la tierra nostálgica. Usaba ropa negra, que lo camuflaba perfectamente con la inmensidad de la noche, pero sus ojos brillaban blancos por el reflejo de la luna celosa de mí. Yo seguía inmóvil con mis ojos expresando nada y sin despegarse de su existencia. Su rostro era blanco, tan blanco como el del cadáver congelado iluminado por la luz blanca en la morgue.

La danza comenzó nuevamente, pero esta vez a su alrededor, haciéndolo parte de ella. Su brazo se extendió lentamente hacia mí, ofreciéndome su mano, pidiendo la mía, y yo en un movimiento lento, gracioso, infinito la alcancé. Sus manos eran ásperas, y me decían que el haberlas aceptado sería definitivo… Si hubiera tenido la oportunidad, lo habría hecho una y otra vez, lo habría dado todo por haber alcanzado esa mano de la misma forma… tan malvada, tan inmortal, tan fría…

Sus ojos envolvían el universo, y sonreían al destino de lo eterno. Sus labios morados me invitaban a caer en lo desconocido, casi como un anzuelo de colores seduciendo peces deseosos de placer… Bailaban junto a esos papeles olvidados nuevamente por su única espectadora y los dejaban atrás…

Al tener firme mi mano con la de él, seducida por la muerte en sus dedos, me levantó misterioso y suave, lleno de elegancia, y me llevó por una senda hacia el infinito. Caminamos callados, con la vista fija, y la mente en blanco… Con cada paso que daba renunciaba a un soplo de mi vida, cada piedra atrapada entre el asfalto y mi zapato era un pedazo de mi cuerpo desterrado al olvido, cada vez que respiraba junto a él, envenenaba poco a poco mis pulmones, entumidos con la escarcha de la noche, con el delicioso veneno de su esencia.

Llevaba mi mano alzada junto a su pecho, tenía la vista al frente, perdida en un punto fijo, pero con absoluta certeza de lo que yo sentía. Fuimos por un camino retorcido, lleno de luces de colores, de blanco, negro… caminamos durante segundos, u horas, ¿Quién sabe?... Cruzamos lugares inexplorables, éramos, nos fundíamos, volvíamos…

Mi corazón comenzó a latir lentamente, cada gota que alimentaba mi cuerpo se hacía más difícil de expulsar. Mi cara enrojecida por el frío se perdía en un vacío vestido de un negro profundo. Me llevó por un camino blanco, en medio de un nada inmenso lleno de todo.

Al fin llegamos a un estanque completamente desolado, vestido de fiesta, esperando por su festín y el sonar del mar se presentaba ansioso ante nuestra presencia. Así, mientras el viento jugueteaba con mi pelo desordenado y congelaba mi nuca, se volvió hacia mí. Tomó mis brazos temblorosos con sus manos frías y los deslizó por mis hombros, alcanzando mi cuello en un susurro que quedó varado en la eternidad.

Yo, a punto de caer en un abismo negro con los ojos perdidos en su rostro lleno de un placer contenido a punto de ser soltado. Mis rodillas temblaban, y mi respiración se hacía más difícil por la escarcha adormecedora del mar.

Acarició mi cuello, y oliéndolo en un profundo éxtasis comenzó a ahorcarme. Mis ojos se nublaron perdidos en la bruma, mi corazón comenzó a latir rápidamente, goteando terciopelo negro hacia mis pies. Comencé a sudar y a envolverme en un placer desdibujado en esas garras infernales.

El agua maldita preparaba mi lecho de muerte, saboreando nuestros pies azules, entre danzas macabras y oscuras en el fondo del agua. Esperaba hambrienta, deseosa de que mi cuerpo alimentara su desapercibida existencia casi como por venganza, por despecho, por saber que está ahí, y que puede hacer más que eso, por saber que puede devorar, y que puede derramar algo en ella, más que ella derramarse.

Su boca de deslizó por mi cuerpo, y bebió de mí, sentí como su lengua afilada, hambrienta desgarraba mi cuello, como la sangre sigilosa, brillante, deliciosa rodaba desde el umbral de mi garganta delirante entre sus labios.

Él sintió mi pelo con el olor fresco de la muerte y el erotismo del momento. Mi cabello oscilaba tratando de alcanzar el último soplo de vida que se escapaba esquivo como un simple pétalo que la flor dejó caer.

Comenzó a desvestirme lento, acariciándome tranquilo, dejando que sus manos juguetearan y exploraran cada rincón del cuerpo inerte goteando el fino elixir carmesí, manchando el azul profundo del mar, en una sincronía perfecta mezclándose con el infinito.

Desnuda la dejó caer suave sobre el agua, que la engulle pálida, con los labios morados y la boca cosida. Su cabello se perdía en la eternidad del mar, satisfecho con la decadencia del cuerpo despojado del ruidoso amanecer. Él de espaldas al estanque caminó sin voltear, sonriente, eufórico, pero siempre con su expresión de nada…